Ayer pensé en ella. No es nada nuevo, lo hago todos los días. Ayer, 14 de junio, un día especial, fue su cumpleaños y le canté las mañanitas con mariachi. Estoy seguro que me escuchó.
También hace veinte años fue un día especial, no sólo por que ella estaba conmigo, ni por que juntos festejábamos su cumpleaños, ni por el mundial que se celebraba en México. Había otra razón.
En ese entonces, en 1986, estaba Miguel Ángel por primera vez en Europa. Fue sin duda un viaje que lo marcó, en compañía de su amigo Agustín, impulsándolo a viajar y conocer otras culturas. Aún no nos conocíamos, pero sin saberlo su viaje era el principio de mi viaje. Años después, mientras estudiábamos alemán juntos en México, de sus manos recibí el tríptico del programa de maestría que me trajo a Alemania. Al dármelo me dijo con sencillez: «toma, tal vez te pudiera interesar», sin imaginar que la fuerza contenida en esa entrega me proyectaría a brincar sobre las grandes aguas.
En nuestras conversaciones, dónde solemos movernos libremente en tiempo y espacio, frecuentemente el intercambio de historias nos alimenta e inspira para nuevas empresas. Alguna vez me relataba un hecho particular de aquél primer viaje a Europa. Absorto y maravillado por el viejo mundo, no prestaba mucha atención a los temas de actualidad. Solamente a su paso por Paris, justamente el 14 de junio de 1986, leyó fugazmente un encabezado en los periódicos que decía: «¡Ha muerto el inmortal!».
Su relato me conmocionó. Desde entonces, Jorge Luis Borges, aquél inmortal nos ha unido. Antes de ir a visitarme a Stuttgart, me envió su ficcionario con otro amigo. La dedicatoria me llegó profundo. De el oro de los tigres encontré un poema en el ficcionario que en más de un sentido es un vínculo con Miguel Ángel, aún sobre la distancia indómita y a veces silenciosa: por distintos caminos los dos buscamos la lengua alemana, y fué a través de ella que nos conocimos. Juntos visitamos la torre de Hölderlin en Tubingia. Nos deleitamos con poemas de Angelus Silesius. En Alemania, los dos nos sentimos como Heine en Paris. A Schiller y a Goethe también los visitamos en Weimar, y tantas otras cosas mas.
Al idioma alemán.
Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome.
Mis noches están llenas de Virgilio,
Dije una vez; también pude haber dicho
de Hölderlin y de Angelus Silesius.
Heine me dio sus altos ruiseñores;
Goethe, la suerte de un amor tardío,
A la vez indulgente y mercenario;
Keller, la rosa que una mano deja
En la mano de un muerto que la amaba
Y que nunca sabrá si es blanca o roja.
Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
Capital: el amor entrelazado
de las voces compuestas, las vocales
Abiertas, los sonidos que permiten
El estudioso hexámetro del griego
Y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
De los años cansados, te diviso
Lejana como el álgebra y la luna.
Jorge Luis Borges
en El oro de los tigres, 1972.
A veinte años de la muerte del inmortal en Ginebra, cada una de sus líneas me estremece no sólo por su grandeza, contundencia y precisión, si no por ser recordatorios de la próxima visita de Miguel Ángel y de que ella celebraba aquél día su cumpleaños.
Leonardo, hermosa poesía para la lengua alemana. El otro día conversabamos con mi señora, y yo le decía que me gusta como suena el alemán cuando se habla bajo. Cuando se habla fuerte y enérgico llega a ser intimidante.
1 abrazo,